Ahí estaba, dejándose llevar por la noche. Se desvanecía en imágenes poco claras de rostros anónimos con música de fondo; se encontraba caminando sin salida con la imposibilidad del lenguaje por su cabeza. Inspeccionaba lo que pasaba en la mesa de junto: dos muchachos con cigarros enterrados en ceniceros sin ninguna gracia, dos cervezas a la mitad y un vaso a punto de caerse de una silla desordenada, en medio de diez más. Veía el reloj constantemente para darse cuenta que el tiempo transcurría lentamente. Era la una de la mañana y ya tenía ganas de irse, aunque le gustaba observar y entender el sin sentido; los bailes y latidos de la gente impregnada en un sudor que revelaba su soledad.
Nunca le había gustado desvelarse, no encontraba placer en ver amanecer mientras se tambaleaba en las escaleras gastadas de un bar sin nombre. No disfrutaba de miradas desfiguradas por el alcohol y la desolación. Sin embargo, ahí estaba, esperándolo y esperando verse casi caer de las escaleras si él se aparecía, con un vaso en la mano, con ganas de seguir la noche, soñando con no verse diluido en la miseria del día, de la rutina, de la no salvación.
Era ella, seguía siendo ella aunque pareciera una sombra o un póster dentro de una vida que no parecía ser la suya. En el fondo no entendía qué hacía ahí, maldiciendo enmudecida; explorando en los recuerdos y almacenándolos para que siguieran significando, por lo menos para siempre.
Una muchacha se recostaba en la mesa de la esquina, estaba totalmente borracha. Un hombre como de cuarenta y cinco años la abordaba, le preguntaba su nombre, intentaba tomarla del brazo. Ella hacía señas que parecían negar algo, lo que sea que fuera, tartamudeaba y temblaba mientras se escurría en dirección al baño. Dos parejas se dejaban llevar por el ritmo absurdo de una televisión con imágenes tristes de videos de poca calidad; sus cuerpos se fundían en ojos desorbitados y risas planas que no iban más allá de disfrutar de ese instante, nunca más.
Ella sentía las piernas cansadas, como si ya no fueran suyas en realidad, dos palillos sin fuerza que se desprendían de un estómago pintado en desencantos y dudas. Estaba contando minutos que se desvanecían en un reloj empañado que goteaba historias insignificantes, pensamientos jamás hechos realidad, vidas al borde de la náusea y el olvido.
La puerta del bar estaba adormecida, todo giraba sin detenerse entre personajes que jamás había visto en su vida, personajes que le parecían atrapados en su propio mundo suicida, sin capacidad de reflexión. Y sus pensamientos no paraban, se entretejían en unos no tan agradables. Tenía ganas de salir corriendo y marcar un número, y tocar una puerta, y presentarse de frente y decir algunas cosas que al menos para ella en ese momento parecían tener suficiente lógica.
¡Qué fácil resulta todo con dos tragos encima! pensaba entre dientes, soñaba despierta. ¿Cuál de todas las vidas que están aquí podría ser la mía?, se preguntaba; oprimiendo los labios, desvaneciéndose en ausencias.
Lo imaginaba dando vueltas por el lugar, buscando con la mirada, con los ojos bien abiertos, esos que ella le conocía por completo, sobre todo de noche, sobre todo después de estar tomando desde las seis de la tarde.
Salió de ahí desesperadamente, eran las dos de la mañana. Se sentó en las escaleras de la entrada, desaliñada, con el rímel corrido, con las manos contenidas y los dedos apretados.
Los grises se apoderaban de lo que tenía a su alrededor. Las luces se perdían por segundos; mientras intentaba sostener algunos momentos entre la lengua para no dejarlos ir, para no dejarlos correr desesperados y perderse en la necesidad, en lo pasajero e instantáneo. Ojalá alguien la pudiera entender, para sentir que lo cotidiano tenía algo de sentido, para no sentir que se seguía perdiendo en la fantasía y en la posibilidad.