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Vestida de princesa (porque es una princesa) divagó y se perdió en los límites de la inconsciencia. Una rana azul le prometió un palacio, dos jardines y una estrella. Ella aceptó porque era la mejor oferta que le habían hecho; aunque sabía que con una casa, una jardinera y una ventana para ver las estrellas hubiera sido suficiente.
Convencida se entregó a ese animalito de campo que le ofrecía todo un universo paralelo, alejado del tráfico y los husos horarios. Convivió poco con las otras princesas que ensimismadas la veían sustraerse y enaltecerse. Unas la miraban con recelo, mientras otras sólo la miraban; convencidas de que esos palacios y esos jardines no existían, porque a ellas se los habían ofrecido varias veces. La primera vez los aceptaron, también la segunda; pero a la tercera aprendieron a decir que no y se conformaron con mirar a las otras princesitas que bailaban enamoradas con el mismo disfraz de siempre, siempre planchado, siempre limpio, siempre perfecto.
La princesa (porque es una princesa) aprendió en poco tiempo que esos palacios no eran reales, ni tampoco los jardines; y que tampoco podía ser propietaria de una estrella, por lo menos no como se los había ofrecido la rana azul. Así que se miró en el patio de muchas princesas (porque es una princesa) rodeada de muchos hombres que en su momento fueron ranas azules y que ahora la miraban intrigados y asombrados de que una princesa como ella hubiera aceptado la promesa típica de las ranas azules. “Si es un secreto a voces” murmuraban entre ellos.
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